La palabra imbécil la heredamos de los griegos (im:
con, báculo: bastón), quienes la usaban para llamar a aquellos que
vivían apoyándose sobre los demás, los que dependían de alguien para poder
caminar. Y no estoy hablando de
individuos transitoriamente en crisis, de heridos y enfermos, de discapacitados
genuinos, de débiles mentales. Éstos viven, con toda seguridad, dependientes, y
no hay nada de malo ni de terrible en esto, porque naturalmente no tienen la
capacidad ni la posibilidad de dejar de serlo.
Imbécil es aquel que sin necesidad real, necesita apoyarse
en otros. Aquel que teniendo la capacidad de sostenerse en sí mismo, no es capaz de
sostenerse en sí mismo. Hay que tener claro que cuando se habla de “la imbecilidad”
no deberíamos ponerla en términos de insulto, sino más bien, en términos de
enfermedad (efectivamente necesitar obsesivamente de algo o alguien, es una
enfermedad en el sentido psicológico) Según Savater hay tres grandes grupos imbéciles,
los que podrían clasificarse como:
Los imbéciles intelectuales, que son aquellos que
creen que no les da la cabeza (o temen que se les gaste si la usan) y entonces
le preguntan al otro: ¿Cómo soy? ¿Qué tengo que hacer? ¿Adónde tengo que ir? Y
cuando tienen que tomar una decisión van por el mundo preguntando: “tu ¿qué
harías en mi lugar?”. Ante cada acción construyen un equipo de asesores para
que piense por ellos. Como en verdad creen que no pueden pensar, depositan su
capacidad de pensar en los otros, lo cual es bastante inquietante. El gran
peligro es que a veces son confundidos con la gente genuinamente considerada y
amable.
Los imbéciles afectivos son aquellos que dependen todo el tiempo de que alguien les diga
que los quiere, que los ama, que son lindos, que son buenos. Buscan a una
persona que les jure y perjure que nunca bajo ninguna circunstancia los dejara
de querer,
Son protagonistas de diálogos
famosos:
— ¿Me quieres?
—Sí, te quiero...
— ¿Te molestó?
— ¿Qué cosa?
—Mi pregunta.
—No, ¿por qué me iba a molestar?
—Ah... ¿Me seguís
queriendo?
Los
imbéciles morales,
sin duda los más peligrosos de todos. Son los que necesitan permanentemente
aprobación del afuera para tomar sus decisiones. El imbécil moral es alguien
que necesita de otro para que le diga si lo que hace está bien o mal, alguien
que todo el tiempo está pendiente de si lo que quiere hacer corresponde o no
corresponde, si es o no lo que el otro o la mayoría harían. Son aquellos que se
la pasan haciendo encuestas sobre si tienen o no tienen que cambiar el auto, si
les conviene o no comprarse una nueva casa, si es o no el momento adecuado para
tener un hijo.
Defenderse de su acoso es bastante difícil; se puede probar no contestando a sus demandas sobre, por ejemplo, cómo se debe doblar el papel higiénico; sin embargo, creo que mejor es... huir.
Todos somos en algún es aspecto y en mayor o menor medida imbéciles,
lo que es, bajo ciertos parámetros, absolutamente normal, no sano, pero normal,
no obstante, Cuando alguno de estos modelos de dependencia se agudiza y se
deposita en una sola persona del entorno, el individuo puede llegar a creer
sinceramente que no podría subsistir sin el otro. Por lo tanto, empieza a
condicionar cada conducta a ese vínculo patológico al que siente a la vez como
su salvación y su calvario. Todo lo que hace está inspirado, dirigido,
producido o dedicado a halagar, enojar, seducir, premiar o castigar a aquel de
quien depende.
Este tipo de imbéciles son los individuos que modernamente
la psicología llama COdependientes.
Un codependiente es un individuo que padece una enfermedad
similar a cualquier adicción, diferenciada sólo por el hecho (en realidad
menor) de que su “droga” es un determinado tipo de personas o una persona en
particular.
Exactamente igual que cualquier otro síndrome adictivo, el
codependiente es portador de una personalidad proclive a las adicciones y
puede, llegado el caso, realizar actos casi (o francamente) irracionales para
proveerse “la droga”. Y como sucede con la mayoría de las adicciones, si se
viera bruscamente privado de ella podría caer en un cuadro, a veces gravísimo,
de abstinencia.
La codependencia es el grado superlativo de la dependencia
enfermiza. La adicción queda escondida detrás de la valoración amorosa y la
conducta dependiente se incrusta en la personalidad como la idea: “No puedo
vivir sin ti”.
Siempre alguien argumenta:
—...Pero, si yo amo a alguien, y lo amo con todo mi
corazón, ¿no es cierto acaso que no puedo vivir sin él?
Y yo siempre contesto: —No, la verdad que no.
La verdad es que siempre puedo vivir sin el otro, siempre, y
hay dos personas que deberían saberlo: yo y el otro. Me parece horrible que
alguien piense que yo no puedo vivir sin él y crea que si decide irse me
muero... Me aterra la idea de convivir con alguien que crea que soy
imprescindible en su vida.
Estos pensamientos son siempre de una manipulación y una
exigencia siniestras. El amor siempre es positivo y maravilloso, nunca es
negativo, pero puede ser la excusa que yo utilizo para volverme adicto. Por eso suelo decir que el codependiente no
ama; él necesita, él reclama, él depende, pero no ama.
Sería bueno empezar a deshacernos de nuestras adicciones a
las personas, abandonar estos espacios de dependencia y ayudar al otro a que
supere los propios.
Me encantaría que la gente que yo quiero me quiera; pero si
esa gente no me quiere, me encantaría que me lo diga y se vaya (o que no me lo
diga pero que se vaya). Porque no quiero estar al lado de quien no quiere estar
conmigo...
Es muy doloroso. Pero siempre será mejor que si te quedaras
engañándome.
Dice Antonio Porchia en su libro Voces:
“Han dejado de engañarte, no de quererte, y sufres como
si hubiesen dejado de quererte”.
Cuando idealizamos la realidad, sufrimos
considerablemente, debido a que en el fondo, sabemos cómo son las cosas, y la
forma real terminara siempre por aparecer e intervenir en nuestra idealización
provocando una frustración inescapable.
Claro, a todos nos
gustaría evitar la odiosa frustración de no ser queridos. A veces, para
lograrlo, nos volvemos neuróticamente manipuladores: Manejo la situación para
poder engañarme y creer que me seguís queriendo, que seguís siendo mi punto de
apoyo, mi bastón.
Y empiezo a
descender. Me voy metiendo en un pozo cada vez más oscuro buscando la
iluminación del encuentro.
El primer peldaño
es intentar transformarme en una necesidad para vos.
Me vuelvo tu
proveedor selectivo: te doy todo lo que quieras, trato de complacerte, me pongo
a tu disposición para cualquier cosa que necesites, intento que dependas de mí.
Trato de generar una relación adictiva, reemplazo mi deseo de ser querido por
el de ser necesitado. Porque ser necesitado se parece tanto a veces a ser
querido... Si me necesitas, me llamas, me pides, me delegas tus cosas y hasta
puedo creer que me estás queriendo.
Pero a veces, a
pesar de todo lo que hago para que me necesites,
Tú no pareces
necesitarme. ¿Qué hago? Bajo un escalón más.
Intento que me
tengas lástima...
Porque la lástima
también se parece un poco a ser querido...
Así, si me hago la
víctima (Yo que te quiero tanto... y vos que no me quieres...),
quizás...
Este camino se
transita demasiado frecuentemente. De hecho, De alguna manera todos hemos
pasado por este jueguito. Quizá no tan insistentemente como para dar lástima,
pero quién no dijo:
“¡Cómo me haces esto a mí!”
“Yo no esperaba esto de ti, estoy tan defraudado... estoy tan dolorido...”
“No me importa si vos no me quieres... yo sí te quiero”.
“Yo no esperaba esto de ti, estoy tan defraudado... estoy tan dolorido...”
“No me importa si vos no me quieres... yo sí te quiero”.
Pero la bajada
continúa...
¿Y si no consigo
que te apiades de mí? ¿Qué hago? ¿Soporto tu indiferencia?...
¡Jamás!
¡Jamás!
Si llegué hasta
aquí, por lo menos voy a tratar de conseguir que me odies.
A veces uno se
saltea alguna etapa... baja dos escalones al mismo tiempo y salta de la
búsqueda de volverse necesario directamente al odio, sin solución de
continuidad. Porque, en verdad, lo que no soporta es la indiferencia.
Y sucede que uno se
topa con gente mala, tan mala que... ¡ni siquiera quiere odiarnos! Qué malas
personas, ¿verdad?
Quiero que aunque
sea me odies y no lo consigo.
Entonces... Estoy
casi en el fondo del pozo. ¿Qué hago?
Dado que dependo de
vos y de tu mirada, haría cualquier cosa para no tener que soportar tu
indiferencia. Y muchas veces bajo el último peldaño para poder tenerte
pendiente:
Trato de que me
tengas miedo.
Miedo de lo que
puedo llegar a hacer o hacerme (fantaseando dejarte culpable y pensándome...)
Podríamos imaginar
a Glenn Close diciéndole a Michael Douglas en la película “Atracción fatal”:
—Si no pude conseguir sentirme querida ni necesitada, si
te negaste a tenerme lástima y ocuparte de mí por piedad, si ni siquiera
conseguí que me odies, ahora vas a tener que notar mi presencia, quieras o no,
porque a partir de ahora voy a tratar de que me temas.
Cuando la búsqueda
de tu mirada se transforma en dependencia, el amor se transforma en una lucha
por el poder. Caemos en la tentación de ponernos al servicio del otro, de
manipular un poco su lástima, de darle bronca y hasta de amenazarlo con el
abandono, con el maltrato o con nuestro propio sufrimiento...
La propuesta es simple, abandonar toda vínculo de codependecia
(adaptado de "el camino de la autodependencia", Jorge Bucay)
No hay comentarios:
Publicar un comentario