jueves, 21 de julio de 2011

Neuróticamente Imbéciles!

La palabra imbécil la heredamos de los griegos (im: con, báculo: bastón), quienes la usaban para llamar a aquellos que vivían apoyándose sobre los demás, los que dependían de alguien para poder caminar.  Y no estoy hablando de individuos transitoriamente en crisis, de heridos y enfermos, de discapacitados genuinos, de débiles mentales. Éstos viven, con toda seguridad, dependientes, y no hay nada de malo ni de terrible en esto, porque naturalmente no tienen la capacidad ni la posibilidad de dejar de serlo. 

Imbécil es aquel que sin necesidad real, necesita apoyarse en otros. Aquel que teniendo la capacidad de  sostenerse en sí mismo, no es capaz de sostenerse en sí mismo. Hay que tener claro que cuando se habla de “la imbecilidad” no deberíamos ponerla en términos de insulto, sino más bien, en términos de enfermedad (efectivamente necesitar obsesivamente de algo o alguien, es una enfermedad en el sentido psicológico) Según Savater hay tres grandes grupos imbéciles, los que podrían clasificarse como:

Los imbéciles intelectuales, que son aquellos que creen que no les da la cabeza (o temen que se les gaste si la usan) y entonces le preguntan al otro: ¿Cómo soy? ¿Qué tengo que hacer? ¿Adónde tengo que ir? Y cuando tienen que tomar una decisión van por el mundo preguntando: “tu ¿qué harías en mi lugar?”. Ante cada acción construyen un equipo de asesores para que piense por ellos. Como en verdad creen que no pueden pensar, depositan su capacidad de pensar en los otros, lo cual es bastante inquietante. El gran peligro es que a veces son confundidos con la gente genuinamente considerada y amable.

Los imbéciles afectivos son aquellos que dependen todo el tiempo de que alguien les diga que los quiere, que los ama, que son lindos, que son buenos. Buscan a una persona que les jure y perjure que nunca bajo ninguna circunstancia los dejara de querer,
Son protagonistas de diálogos famosos:

— ¿Me quieres?
—Sí, te quiero...
— ¿Te molestó?
— ¿Qué cosa?
—Mi pregunta.
—No, ¿por qué me iba a molestar?
—Ah... ¿Me seguís queriendo?

Los imbéciles morales, sin duda los más peligrosos de todos. Son los que necesitan permanentemente aprobación del afuera para tomar sus decisiones. El imbécil moral es alguien que necesita de otro para que le diga si lo que hace está bien o mal, alguien que todo el tiempo está pendiente de si lo que quiere hacer corresponde o no corresponde, si es o no lo que el otro o la mayoría harían. Son aquellos que se la pasan haciendo encuestas sobre si tienen o no tienen que cambiar el auto, si les conviene o no comprarse una nueva casa, si es o no el momento adecuado para tener un hijo. 

Defenderse de su acoso es bastante difícil; se puede probar no contestando a sus demandas sobre, por ejemplo, cómo se debe doblar el papel higiénico; sin embargo, creo que mejor es... huir.

Todos somos en algún es aspecto y en mayor o menor medida imbéciles, lo que es, bajo ciertos parámetros, absolutamente normal, no sano, pero normal, no obstante, Cuando alguno de estos modelos de dependencia se agudiza y se deposita en una sola persona del entorno, el individuo puede llegar a creer sinceramente que no podría subsistir sin el otro. Por lo tanto, empieza a condicionar cada conducta a ese vínculo patológico al que siente a la vez como su salvación y su calvario. Todo lo que hace está inspirado, dirigido, producido o dedicado a halagar, enojar, seducir, premiar o castigar a aquel de quien depende.
Este tipo de imbéciles son los individuos que modernamente la psicología llama COdependientes

Un codependiente es un individuo que padece una enfermedad similar a cualquier adicción, diferenciada sólo por el hecho (en realidad menor) de que su “droga” es un determinado tipo de personas o una persona en particular.
Exactamente igual que cualquier otro síndrome adictivo, el codependiente es portador de una personalidad proclive a las adicciones y puede, llegado el caso, realizar actos casi (o francamente) irracionales para proveerse “la droga”. Y como sucede con la mayoría de las adicciones, si se viera bruscamente privado de ella podría caer en un cuadro, a veces gravísimo, de abstinencia. 

La codependencia es el grado superlativo de la dependencia enfermiza. La adicción queda escondida detrás de la valoración amorosa y la conducta dependiente se incrusta en la personalidad como la idea: “No puedo vivir sin ti”.
Siempre alguien argumenta: 

—...Pero, si yo amo a alguien, y lo amo con todo mi corazón, ¿no es cierto acaso que no puedo vivir sin él?
Y yo siempre contesto: —No, la verdad que no. 

La verdad es que siempre puedo vivir sin el otro, siempre, y hay dos personas que deberían saberlo: yo y el otro. Me parece horrible que alguien piense que yo no puedo vivir sin él y crea que si decide irse me muero... Me aterra la idea de convivir con alguien que crea que soy imprescindible en su vida. 

Estos pensamientos son siempre de una manipulación y una exigencia siniestras. El amor siempre es positivo y maravilloso, nunca es negativo, pero puede ser la excusa que yo utilizo para volverme adicto.  Por eso suelo decir que el codependiente no ama; él necesita, él reclama, él depende, pero no ama. 

Sería bueno empezar a deshacernos de nuestras adicciones a las personas, abandonar estos espacios de dependencia y ayudar al otro a que supere los propios.
Me encantaría que la gente que yo quiero me quiera; pero si esa gente no me quiere, me encantaría que me lo diga y se vaya (o que no me lo diga pero que se vaya). Porque no quiero estar al lado de quien no quiere estar conmigo... 

Es muy doloroso. Pero siempre será mejor que si te quedaras engañándome.
Dice Antonio Porchia en su libro Voces:
“Han dejado de engañarte, no de quererte, y sufres como si hubiesen dejado de quererte”.


Cuando idealizamos la realidad, sufrimos considerablemente, debido a que en el fondo, sabemos cómo son las cosas, y la forma real terminara siempre por aparecer e intervenir en nuestra idealización provocando una frustración inescapable.

Claro, a todos nos gustaría evitar la odiosa frustración de no ser queridos. A veces, para lograrlo, nos volvemos neuróticamente manipuladores: Manejo la situación para poder engañarme y creer que me seguís queriendo, que seguís siendo mi punto de apoyo, mi bastón.
Y empiezo a descender. Me voy metiendo en un pozo cada vez más oscuro buscando la iluminación del encuentro. 

El primer peldaño es intentar transformarme en una necesidad para vos.
Me vuelvo tu proveedor selectivo: te doy todo lo que quieras, trato de complacerte, me pongo a tu disposición para cualquier cosa que necesites, intento que dependas de mí. Trato de generar una relación adictiva, reemplazo mi deseo de ser querido por el de ser necesitado. Porque ser necesitado se parece tanto a veces a ser querido... Si me necesitas, me llamas, me pides, me delegas tus cosas y hasta puedo creer que me estás queriendo. 

Pero a veces, a pesar de todo lo que hago para que me necesites,
Tú no pareces necesitarme. ¿Qué hago? Bajo un escalón más.
Intento que me tengas lástima... 

Porque la lástima también se parece un poco a ser querido...
Así, si me hago la víctima (Yo que te quiero tanto... y vos que no me quieres...), quizás...
Este camino se transita demasiado frecuentemente. De hecho, De alguna manera todos hemos pasado por este jueguito. Quizá no tan insistentemente como para dar lástima, pero quién no dijo:

“¡Cómo me haces esto a mí!”
“Yo no esperaba esto de ti, estoy tan defraudado... estoy tan dolorido...”
“No me importa si vos no me quieres... yo sí te quiero”.
Pero la bajada continúa...
¿Y si no consigo que te apiades de mí? ¿Qué hago? ¿Soporto tu indiferencia?...
¡Jamás! 

Si llegué hasta aquí, por lo menos voy a tratar de conseguir que me odies.
A veces uno se saltea alguna etapa... baja dos escalones al mismo tiempo y salta de la búsqueda de volverse necesario directamente al odio, sin solución de continuidad. Porque, en verdad, lo que no soporta es la indiferencia.
Y sucede que uno se topa con gente mala, tan mala que... ¡ni siquiera quiere odiarnos! Qué malas personas, ¿verdad? 

Quiero que aunque sea me odies y no lo consigo.
Entonces... Estoy casi en el fondo del pozo. ¿Qué hago?
Dado que dependo de vos y de tu mirada, haría cualquier cosa para no tener que soportar tu indiferencia. Y muchas veces bajo el último peldaño para poder tenerte pendiente:
Trato de que me tengas miedo. 
Miedo de lo que puedo llegar a hacer o hacerme (fantaseando dejarte culpable y pensándome...) 

Podríamos imaginar a Glenn Close diciéndole a Michael Douglas en la película “Atracción fatal”:
—Si no pude conseguir sentirme querida ni necesitada, si te negaste a tenerme lástima y ocuparte de mí por piedad, si ni siquiera conseguí que me odies, ahora vas a tener que notar mi presencia, quieras o no, porque a partir de ahora voy a tratar de que me temas. 


Cuando la búsqueda de tu mirada se transforma en dependencia, el amor se transforma en una lucha por el poder. Caemos en la tentación de ponernos al servicio del otro, de manipular un poco su lástima, de darle bronca y hasta de amenazarlo con el abandono, con el maltrato o con nuestro propio sufrimiento...

La propuesta es simple, abandonar toda vínculo de codependecia
(adaptado de "el camino de la autodependencia", Jorge Bucay)

No hay comentarios:

Publicar un comentario